La torre de marfil

Este es un espacio para quienes quieren conversar sobre el Perú con la distancia -y marginalidad- de la diáspora. Le daremos particular importancia a la política doméstica y los conflictos culturales de las sociedades del norte para establecer contrastes irónicos en relacion al Perú.

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Nombre: Eduardo Gonzalez
Ubicación: Brooklyn, New York, United States

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domingo, enero 14, 2007

Las confusiones gramaticales y morales del gobierno

Hay presidentes accidentales, que se encuentran con la historia en medio de un derrumbe: Gerald Ford, César Gaviria, Valentín Paniagua. Tales presidentes, en general, optan por la prudencia y la modestia. Saben que no han sido elegidos por sus virtudes personales, sino por el azar.

Sin capital político que gastar, se dedican a crearlo, lanzando iniciativas más allá de la empalizada de sus comunidades políticas. Ford, reconciliando a republicanos y demócratas; Gaviria, negociando la paz con la guerrilla; Paniagua, convocando a un gabinete independiente.

Alan García fue elegido presidente por ciudadanos que votaron tapándose la nariz. Sus propios aliados lo compararon a una enfermedad fatal, marginalmente mejor que el humalismo. Se recordó hasta la saciedad su carácter mendaz, sus patologías, su oportunismo, su corrupción, sus deudas con la justicia, su demostrada incapacidad. Su capital político al empezar su gobierno era similar a las reservas externas del país en el año 1990: una gran cifra roja.

Sin embargo, García se ha comportado como un presidente aluvional. Si buscó acuerdos, fue con la extrema derecha. Ha intentado crear capital político en ese lado del espectro, agitando los atavismos más despreciables. Pornógrafo para llamar al linchamiento legal de los violadores; periodista de crónica roja para ahorcar a Hussein; inquisidor para acusar de terrorismo a un anciano torturado hasta la muerte.

Confrontado con la evidencia de su mentira en el caso de Bernabé Baldeón, cuya familia ha logrado una sentencia contra el Estado por el asesinato de su padre, García no tuvo más remedio que decir algo que sonara a disculpa: “Si la familia Baldeón se siente ofendida, le ofrezco mis disculpas”

¿Si se siente ofendida? ¿No será razonable pensar que si a la tortura y asesinato de su padre se agrega la difamación la familia Baldeón se sentirá ofendida? García ofrece disculpas, no pide perdón, pomposo a más de irresponsable.

Ahora bien: el premier Del Castillo, incluso luego de la “disculpa” presidencial, ha insistido que el problema no es la difamación del campesino asesinado: "No están viendo el problema real. Ese caso cuesta 400 mil dólares al Estado"

El problema no es que la más alta autoridad de la nación abuse de su poder y estigmatice la memoria y la familia de un modesto campesino. El problema no es que se excuse la tortura si se efectuó contra un supuesto terrorista. El problema no es, tampoco, que el presidente llame a incumplir las obligaciones internacionales del país. El problema es plata.

Estamos advertidos: si hay que escoger entre nuestros derechos y la plata, este gobierno escoge la plata. Gracias por la sinceridad, premier.

La apuesta de ganar capital político jugando a favor del tánatos no le rindió resultados a García en las elecciones municipales y regionales, pero insistió. Enfrentado a la evidencia de una nueva derrota, esta vez en el parlamento, volvió a mostrar la misma reacción autoritaria que tuvo en los casos Canto Grande y Baldeón. Exigió un referéndum para consultarle al país sobre la pena de muerte, logrando el singular resultado de que su propia ministra de justicia le corrija la plana.

Hasta el presidente de la Comisión de Constitución del Congreso, Aurelio Pastor, corrigió al presidente. Aunque, claro, deslizando una pequeña sugerencia:
“…el artículo 32o de la Carta Magna establece que no pueden someterse a referéndum la supresión o la disminución de los derechos fundamentales de las personas como lo es, en este caso, la vida. Sin embargo, precisó que para lograr que la pena de muerte sea llevada a referéndum se podría realizar una modificación constitucional.”

¡Gracias, Aurelio! ¿Cómo no se nos había ocurrido antes? Si hay que destruir garantías constitucionales, hagámoslo por la vía directa, con acuerdo del congreso, ¿a quién se le ocurre gastar la plata del estado en un referéndum?

Pero quien se lleva la palma entre los incondicionales del presidente accidental es el congresista Velásquez Quesquén, líder de la bancada aprista. Algo así, digamos, como lo que Pérez Rubalcaba es al PSOE o Harry Reid a los demócratas.

La reacción de Velásquez Quesquén al fallo de la Corte Interamericana en Canto Grande ha sido una terca resistencia a leer la sentencia y aprender un poco. ¿Para qué aprender –al fin y al cabo- cuando se puede acusar? Además, con constitucionalistas tan apegados a los derechos como Aurelio Pastor, ¿cómo desaprovechar la oportunidad de repartir acusaciones constitucionales como quien reparte carnés partidarios?

Pero algo me hace sospechar que el pobre Aurelio tendrá más problemas entendiendo a su compañero de bancada que a su presidente. Al fin y al cabo, García ha adquirido, al cabo de décadas de lectura y oratoria, cierta claridad expresiva. El Sr. Velásquez Quesquén, en cambio, es un maestro de la cantinflada.

Véase, por ejemplo, a este tribuno refiriéndose a la acusación constitucional que prepara contra el ex ministro Tudela y sus asesores, quienes diseñaron la estrategia jurídica del Estado en el caso Canto Grande:
“En este momento estamos terminando de afinar la acusación con los asesores porque queremos identificar bien a los responsables para que no se vaya a pensar que esto tiene un sesgo

Nótese el plural mayestático con el que el portavoz aprista se refiere a sí mismo; apréciese la capacidad inigualable de introducir ambigüedad en una frase sencilla: ¿será que se refiere a la acusación contra los asesores de Tudela o al trabajo de “afinamiento” que él conduce (¿o ellos –los Quesquenes- conducen?) con sus asesores? Apláudase la sinceridad con la que se admite que tiene una acusación pero no se sabe exactamente contra quién. Obsérvese el deseo de precisión de quien quiere identificar “bien” porque sabe –admite- que si no produce chivos expiatorios adecuados la maniobra quedará al descubierto. ¡Velásquez Quesquén habría hecho las delicias del maestro Luis Jaime Cisneros en sus clases de lingüística en la Católica!

Pero hago una digresión; “ofrezco disculpas” y sigo apreciando al líder parlamentario, en su rol de gran inquisidor:
Tudela ha insinuado que fue sorprendido por el agente Ayzanoa con la propuesta para allanarse. Evidentemente, si un ministro es sorprendido en un tema tan delicado como este, también se le agrava el perjuicio que ha ocasionado. Será la subcomisión de Acusaciones Constitucionales la que determinará si fue negligencia o un hecho punible"

¿Exactamente qué quiso decir aquí el Sr. Velásquez Quesquén? ¿Qué Ayzanoa engañó a su ministro o que el ministro expresó sorpresa ante la propuesta de Ayzanoa? ¿Qué se ha perjudicado al ministro, que se ha perjudicado al estado o que el parlamentario no tiene idea de qué ha ocurrido? ¿Qué es lo “evidente” en este descomunal desorden de las ideas?

Durante las últimas semanas, los poderosos del Perú han demostrado en sus dichos y hechos que la confusión gramatical suele ir de la mano de la confusión moral. Si un presidente accidental se porta como un baladrón, si la plata vale más que los derechos, si el defensor de la constitución propone castrarla; entonces, es adecuado que el líder parlamentario del gobierno hable en lenguas, como en un Pentecostés de Estudios Churubusco.

Pero –afortunadamente- lo contrario también es cierto: la integridad moral es compañera de la claridad sintáctica. Un ciudadano de a pie, el hijo del campesino asesinado y difamado por García, reaccionó así a la “disculpa” presidencial:
"No porque seamos unos campesinos humildes el Gobierno de Alan García va a decir lo que quiere. Esperamos que no se vuelva a repetir"

Eso es lo que yo llamo claridad conceptual y dignidad intacta.

viernes, enero 12, 2007

Irak: mas de lo mismo

Más de lo mismo

El Sr. Bush ha anunciado lo que llama una “nueva estrategia para Irak”, consistente en tres grandes elementos: un aumento del número de tropas estadounidenses para reforzar al ejército iraquí; mayor exigencia al gobierno de Kamal al-Maliki para reducir la polarización entre sectas religiosas; y mayor presión sobre Siria e Irán para impedir apoyos a las distintas fuerzas insurgentes activas en el pais.

Al mismo tiempo, el sr. Bush ha cambiado el estado mayor de sus fuerzas en Irak; sus embajadores en ese país y en la ONU; su secretario de defensa y su subsecretario de relaciones exteriores. Ha cambiado su discurso, desechando el triunfalismo habitual por un tono más moderado y ha anunciado su apertura a trabajar con el Partido Demócrata –en control del Congreso- para lograr la victoria en Irak.



Sin embargo su estrategia hace agua sin haber empezado. En el terreno militar, el aumento de tropas no cambia el problema principal: un ejército ultramoderno y tecnificado como el estadounidense está compuesto en su mayoría por personal de apoyo. De los 132,000 soldados desplegados en Irak, no más de un tercio son –en efecto- tropa de combate, fuertemente presionada por largas estadías en el terreno y la sangría permanente de más de un centenar de ataques diarios de una insurgencia adaptable y feroz. 20,000 soldados más –lo prometido por Bush- pueden ser un refuerzo necesario, pero siguen siendo poco. El ejército iraquí es una ficción, dividido por la polarización sectaria, corrupto, desmoralizado e incapaz de presentar batalla a la altura de lo requerido por sus patrones. Las deserciones abundan, el robo de armas es masivo y su calidad de combate es inexistente. En el mejor de los casos, la ofensiva militar prometida por Bush hará que las distintas insurgencias escojan otros escenarios para seguir erosionando el poderío americano.



El aspecto político de la guerra es una pesadilla: el conflicto entre facciones religiosas es tan o más brutal que el conflicto contra las tropas de ocupación. El gobierno de al-Maliki está dominado por fracciones chiíes radicales sujetas al mandato del extremista Muqtada al-Sadr quien, a su vez, sostiene un creciente acercamiento a Irán y se opone a todo tipo de conciliación con los suníes. El propio al-Maliki no ha vacilado en criticar a su aliado americano y se ha opuesto al reforzamiento de las tropas de ocupación. Los iraquíes, en la práctica, están pidiendo que les dejen solos para masacrarse en libertad.

Diplomáticamente, los Estados Unidos están profundamente aislados. Amenazar a Irán por su apoyo a las milicias chiíes sólo profundiza el enfrentamiento ya existente sobre las ambiciones nucleares de los ayatolas. Siria, por su parte, puede responder a cualquier presión sobre Irak fortaleciendo a su aliado Hezbolá en el Líbano. Bush no tiene ningún incentivo que ofrecer a dos países que han mostrado no cambiar su curso ante las amenazas.

Pero tal vez el peor problema que enfrenta Bush es la batalla doméstica. El voto de noviembre, que le arrancó el control del Congreso, fue claramente un referendo contra la guerra. Peor aún, con elecciones presidenciales en dos años, Bush no puede esperar apoyo de sus propios congresistas, muchos de los cuales tienen ambiciones que les impiden una ruptura con la voluntad del electorado. Ayer, la sra. Rice, secretaria de relaciones exteriores, fue vapuleada por senadores de ambos partidos cuando fue a presentar la “nueva estrategia” del presidente y se puede esperar una penosa lucha para conseguir fondos para esta escalada militar en una guerra que cuesta hasta ahora 350 mil millones de dolares (cinco veces el PBI del Perú).

Lo máximo que podría ocurrir con el plan B de Bush es que –con los fondos suficientes, extraídos a un alto precio político- estabilice Bagdad por un tiempo para permitir una limpieza étnica llevada a cabo por los chiíes, en tanto que la insurgencia continúa la batalla en otras ciudades clave del país como Mosul y Kirkuk. Como las fuerzas americanas están en su límite y no hay como reclutar más sin instalar el servicio militar obligatorio, no habría otra alternativa que dejar Bagdad y repetir la aventura en otras ciudades. En algún momento, al-Maliki que en términos reales no es siquiera el alcalde de Bagdad será descartado por los radicales o bien los suníes moderados se retirarán del parlamento y del gobierno, iniciando una auténtica guerra civil. En ese momento, Bush le dejará al siguiente presidente la ingrata tarea de apagar la luz en la embajada y despegar helicópteros desde las azoteas.

viernes, enero 05, 2007

Nos quieren hacer complices

Nos quieren hacer cómplices
Por Eduardo González Cueva


Apenas han pasado un par de años desde que la prensa peruana se hizo eco de las declaraciones optimistas de nuestros políticos saludando la sentencia de la Corte Interamericana en el caso Berenson.

En aquella ocasión, como la Corte recogió la posición del estado peruano, se consideró que se había logrado un precedente favorable y una victoria del estado de derecho.Hoy, luego de la sentencia en el caso Canto Grande, se ha pasado del triunfalismo al rechazo visceral, pese a que los jueces que han fallado en este caso son exactamente los mismos que en Berenson. El premier Del Castillo llama “inaceptable” la sentencia; es una “tremenda corte”, clama el ministro Rey. Increíblemente, por venir de quienes se supone deben respetar las leyes, los presidentes de la Comisión de Justicia del Congreso y de la Corte Superior de Lima objetan que el país cumpla con sus obligaciones luego del fallo.

Dado el nivel bastante perfectible de los poderosos en el Perú, no cabe esperar que ninguno de los que así opinan se hayan dado el trabajo de leer las casi 200 páginas de la sentencia de la Corte, o por lo menos su resumen. La ansiedad de “agarrar micro” parece siempre imponerse a la prudencia: el presidente del Poder Judicial, Francisco Távara, confiesa no haber leído la sentencia, opina –más aún- que una opinión responsable necesita esa lectura previa, pero de todos modos se adelanta al examen y la llama “discutible”. Monseñor Bambarén simplemente reacciona a la pregunta del periodista y se escandaliza: “¿cómo es posible eso?”.

¿Cómo es posible lo que ha ocurrido en San José? Muy sencillo: ha ocurrido por que la masacre de Canto Grande fue un crimen y por la desidia e irresponsabilidad del Estado peruano para enfrentar sus deberes.

La masacre de Canto Grande tuvo lugar frente a los ojos de todos los peruanos un mes después del golpe de Fujimori cuando este, en su calidad de dictador absoluto, asaltó el pabellón de mujeres de ese penal en una operación militar caótica y brutal. Todos vimos a Fujimori pasearse entre los heridos, como lo haría años después entre los muertos en la residencia del embajador japonés. Más aún: esta atrocidad innegable ocurrió frente a un abogado de la Comisión Interamericana que se hallaba en el país y cuya mediación se rechazó. ¿Puede sorprender a alguien que años después, este abogado testifique sobre lo que vio con sus propios ojos?

El caso estuvo frente al sistema interamericano de derechos humanos desde 1992, sin que mereciera mayor respuesta del régimen fujimorista, contento con la condición de paria internacional que le había impuesto al Perú. Luego de la caída de Fujimori, en el 2001, el Perú rechazó la posibilidad de una solución amistosa para el asunto. Luego del trabajo de la Comisión de la Verdad, que investigó el caso y recomendó en el 2003 denunciar a los presuntos responsables, el Ministerio Público encabezado por la Dra. Nelly Calderón no actuó de manera diligente y perdió frívolamente el tiempo cuestionando el trabajo de la CVR.

Las consecuencias de la desidia fiscal están a la vista. En forma penosa, en audiencia de la Corte Interamericana de junio del 2006, casi 3 años después del informe de la CVR, el Estado peruano no tuvo más opción que admitir que el caso estaba avanzado “al 95%” en nuestro sistema judicial. ¡Alguien debe creer en el Estado que cabe, ante una instancia internacional, el mismo tipo de excusas absurdas que se usan en las ventanillas de atención al público!

Peor aún, este caso se perdió cuando el Estado decidió justificar la matanza como un acto de guerra, siguiendo el guión dictado por los sectores más radicales de la derecha nacional. La violencia, de acuerdo a lo que dijo el representante del Perú frente a la Corte, se dirigió “contra internos de una determinada tendencia”, para “atacar a Sendero Luminoso” en una “lógica de guerra”. Imposible explicar ante la Corte por qué esa estrategia militar incluyó actos como el fusilamiento de rendidos, la mutilación de cadáveres, la violación de mujeres y la tortura de los sobrevivientes. Y, sin embargo, la misma derecha radical que inspiró la estrategia para que el Estado pierda el caso hoy se atreve a dar “soluciones”, llamando a una ruptura total con la Corte.

El gobierno del Sr. García insiste en perder su declinante capital político con la misma estrategia que no le ha ayudado a ganar municipios: invocar fantasmas, agitar las pasiones más bajas, buscar –en fin- enemigos externos e internos con los que distraernos de su general mediocridad. En el caso Canto Grande, como antes los casos Castillo Petruzzi y Berenson, el gobierno encuentra la posibilidad de una estigmatización fácil porque, en esencia, se trata de violaciones donde las víctimas se presumen malas y culpables.

Para lograr el sorprendente efecto de justificar una violación de derechos humanos cometida ante los ojos de todo el país, se sigue el siguiente procedimiento:

- Se ignora que en el Perú la ineficiencia de la policía y de los jueces envía cientos de inocentes a la cárcel y se oculta que este fenómeno fue sistemático durante el mismo fujimorismo. La prensa de derecha ha continuado llamando “terroristas” a todas las personas indultadas, incluso cuando la mayoría de ellas recibieron su libertad del mismísimo Fujimori. Como resultado, se le vende al país la idea de que toda persona que estuvo en la cárcel por terrorismo debe ser culpable.

- Se preconiza que no hay castigo suficiente para ciertos criminales y se justifica la venganza. El presidente en persona no vacila en detallar en forma casi pornográfica crímenes atroces como la violación de niños para justificar la pena de muerte y –de paso- meter a los terroristas en el mismo saco quee los violadores.

- Por último, se crea una excepción en el razonamiento para defender a los violadores de derechos humanos si actuaron a favor del Estado: el fin justifica los medios, siempre y cuando el fin sea el poder del “presidente” Fujimori y no el del “presidente Gonzalo”.

Hace más de veinte años, la democracia argentina puso en el banquillo a los líderes de las juntas militares que causaron miles de desapariciones y la derrota militar más humillante de la historia de ese país. Uno de ellos tuvo la audacia de utilizar en su defensa el mismo argumento que hoy usan quienes –en el Perú- rechazan el fallo de la Corte: “Nadie tiene que defenderse por haber ganado una guerra justa” dijo el almirante Massera, para justificar actos abominables como el robo de los recién nacidos de las desaparecidas embarazadas.

La respuesta del fiscal Strassera a ese argumento inmoral fue clara: una sociedad que se pretende democrática y civilizada tiene que condenar la justificación de la violencia como instrumento político venga de donde venga, “desterrar la idea de que existen "muertes buenas" y "muertes malas" según sea bueno o malo el que las cause o el que las sufra”. Un crimen es un crimen sin importar quién lo comete y cuál es su motivación política: una mujer violada no se siente menos ultrajada porque su violador haya defendido la Constitución peruana en lugar del “pensamiento Gonzalo”; Ernesto Castillo Páez no está menos desaparecido porque lo haya asesinado un policía en vez de un senderista.

Sin embargo, hoy en el Perú, no faltan quienes repiten el argumento de Massera y pretenden además hacernos sus cómplices, llamando a un referéndum para cortar con la Corte Interamericana. Es decir: para lograr el absurdo de justificar un crimen, se propone el absurdo de utilizar uno de nuestros derechos –el voto- para renunciar a la protección de todos nuestros derechos. Ya que fuimos testigos -en el silencio impuesto de una dictadura- del crimen, ahora se nos pide ser sus cómplices.

Yo creo que el hecho de que el Sr. García requiera el voto del fujimorismo para tener mayoría en el parlamento no justifica que se me exija tal acto de cobardía. Me parece que la decisión aprista de hacer al Sr. Rey ministro y al Sr. Giampietri vicepresidente no me obliga a hacerme eco de sus odiosos argumentos. Creo que la inmoralidad de otros no me obliga a renunciar a mis derechos ciudadanos.

No me afecta -por el contrario, me ennoblece- que el Estado que me representa reconozca un crimen, castigue a los culpables, entregue los restos de las víctimas a sus familias, asegure atención sicológica a los sobrevivientes y los desagravie. Me afectaría, me haría menos ciudadano, que García y Giampietri –sobre quienes pesa la masacre de 1986- se conviertan en los jueces que absuelvan la masacre de 1992. Puedo –debo- reconocer que hasta un criminal puede ser víctima y merecer desagravio, pero no puedo ni debo reconocer jamás que un criminal se convierta en juez y señor de mis derechos.

Creo, como dijo Salomón Lerner al entregar el Informe Final de la CVR que la democracia se construye con la terquedad de quienes no renuncian a las buenas razones, incluso en el vacío moral que imponen los autoritarios y los violentos. Creo, por que todos lo vimos, que la dictadura fujimorista se hundió “por mérito de quienes se atrevieron a no creer en la verdad oficial” y llamaron “a la dictadura, dictadura; al crimen, crimen”. El crimen es tal independientemente de quien sea la víctima: afirmar tan simple verdad es mi defensa de la democracia y mi rechazo a la complicidad.

martes, enero 02, 2007

Tres derrotas de la justicia en el 2006

En el año 2006, asistimos a varias derrotas de la justicia, pero quisiera referirme sólo a tres. La primera en marzo, cuando Slobodan Milosevic, ex presidente de Yugoslavia, murió en su celda de La Haya, sin que su prolongado juicio hubiera llegado a una sentencia. La segunda, a inicios de diciembre, cuando el general Pinochet falleció, rodeado de familiares y amigos, en la cama de un hospital militar de Santiago. Por último, en ocasión del caótico ajusticiamiento de Saddam Hussein en un oscuro sótano de Bagdad, rodeado por verdugos que le insultaban y vejaban.

Milosevic, Pinochet y Hussein fueron tres criminales que potenciaron su capacidad destructiva en contra de sus propios pueblos a través del control mafioso del estado. Sin embargo, su responsabilidad individual no fue jamás establecida al cabo de un adecuado proceso penal.

El tribunal internacional para la ex Yugoslavia utilizó 4 años (tanto como la guerra de Croacia y Bosnia) en el juicio contra el dictador serbio, pero no lo culminó debido a la complejidad de reglas de procedimiento que permitieron al acusado el uso de tácticas dilatorias. El desenlace del caso Milosevic fue embarazoso para el tribunal: el tirano murió en su celda, como resultado de una mala automedicación, lo que mostró que la puntillismo (para juzgar) y la ineptitud (para proteger) pueden convivir lado a lado.



El juicio a Hussein, en el otro extremo, fue apenas mejor que un caso sumario pues estuvo plagado de intrusiones políticas, desorden en la sala, asesinatos de abogados y múltiples violaciones al debido proceso. Juzgado en menos de tres meses por una de las tantas masacres cometidas bajo su dictadura, Hussein fue condenado y ejecutado semanas después, sin que hubiera una casación mínimamente creíble y sin darle a las víctimas de otros casos la oportunidad de encarar al tirano.



El caso de Pinochet se parece en algo al de Milosevic, puesto que ambos se beneficiaron de un sistema legal tan enfocado en el procedimiento que parece olvidar las demandas sustantivas de justicia. Aunque el ex dictador chileno debió comparecer frente a un juez o considerarse bajo detención en varios momentos de sus tantos juicios, nunca tuvo que dejar la comodidad de su casa gracias a la extrema deferencia del sistema legal chileno. En la práctica, el mundo se aburrió de leer cada par de meses una nueva noticia sobre el enredado caso del viejo tirano: si en este juicio perdía la inmunidad, en este otro la preservaba; si en este era declarado competente, en este otro era considerado senil. La muerte, que no conoce de formalismos, fue más efectiva.



Pareciera que la proverbial balanza de la justicia nunca llegó al equilibrio: cediendo en el caso de Milosevic y Pinochet a una visión puntillosa de los derechos del acusado que redujo en los hechos la posibilidad de castigo a la nada o –en el caso de Hussein- cediendo sus fueros a la más obscena venganza.

La justicia es un proceso en el que un agente impersonal –el Estado- arranca de las manos a la sociedad o a las víctimas directas la capacidad de vengarse o de perdonar. El tribunal que dicta sentencia luego de un análisis reposado protege al acusado del odio de sus acusadores. Incluso la más atroz de las condenas –la muerte- se ejecuta en medio de un ritual impersonal, en el que las víctimas no tocan jamás el cuerpo del criminal. Por otro lado, la declaración de inocencia, el perdón y la amnistía, se hacen por consideraciones de derecho, sin atención a los sentimientos de las víctimas.

Pero todo eso es procedimiento: un método creado para cerciorarse de llegar a una sentencia limpia. El sentido último de la justicia penal no puede implicar que la sociedad renuncie al castigo del perpetrador. Si los principios de debido proceso se hacen tan complejos que un acusado poderoso o influyente los manipula hasta el absurdo, la justicia pierde su sentido.

La justicia penal fue inventada para encontrar un balance entre la fuerza de la sociedad, que quiere castigar el crimen a toda costa, y el criminal, que como individuo aislado no estaría en capacidad de defenderse frente a sus acusadores. El ladronzuelo que sería linchado por los comerciantes, es protegido por la policía en tanto un juez determina la sentencia que le corresponde. El debido proceso defiende al débil, que es el acusado, frente al fuerte, que es la sociedad acusadora.

Pero ese modelo de justicia colapsa cuando el acusado es poderoso o influyente y sus víctimas son los excluidos y despreciados de la sociedad. Si la policía y los jueces temen o respetan al acusado; si éste tiene los recursos para obtener los mejores abogados, influir en el gobierno o intimidar a las víctimas, entonces el debido proceso deja de ser garantía de equidad y se vuelve un arma más en las manos del criminal poderoso.

La prueba del fracaso de la justicia en el 2006 es la forma solemne en que Milosevic, Pinochet y Hussein fueron despedidos entre sus respectivas sociedades: en medio de elaborados rituales fúnebres, embellecidos por la muerte como mártires o héroes. La muelle deferencia de las cortes en La Haya y Santiago le permitieron a Milosevic y Pinochet llenarse la boca con declaraciones de patriotismo y virtud; el caos del proceso de Bagdad fue tal que –comparado con la obscenidad y abuso de sus jueces y verdugos- Hussein pasó sus últimos meses de vida dando la impresión de ser un líder digno y valiente.

En otros casos, la justicia internacional tampoco ha presentado sus mejores brillos durante el año pasado: Alfredo Stroessner, dictador del Paraguay, murió en su cama de anciano en la seguridad del asilo que le proporcionó Brasil. En Africa, Hissene Habré, dictador de Chad, fue amparado por el asilo que le ofreció Senegal; Mengistu Mariam, responsable del “terror rojo” de los años ochenta en Etiopía, disfruta de la hospitalidad de Zimbabwe. En Camboya, los ancianos líderes del Jemer Rojo languidecen en tanto el gobierno de ese país se toma todo el tiempo del mundo para negociar con la ONU la creación de un tribunal. Y, por supuesto, en Chile, Alberto Fujimori se pasea libremente disfrutando de la impunidad de facto que las autoridades de ese país le permiten.

Esperemos que en el año 2007 esta tendencia sea revertida. Charles Taylor, antiguo dictador liberiano espera juicio en una cárcel de La Haya (esperamos que con la mejor atención médica), y lo mismo ocurre con Thomas Lubanga, “señor de la guerra” congoleño. Las cortes belgas siguen en la disposición de utilizar la jurisdicción universal contra perpetradores de genocidio y otros crímenes de lesa humanidad. Pero la impunidad tiene demasiados frentes y la voluntad política de los gobiernos que –de otro modo sería muy débil- debe ser fortalecida con la presión de sus sociedades. Los esfuerzos en varios países de no permitirle a criminales poderosos un escape fácil –pienso en Uruguay, Colombia, Argentina- indican que campañas sostenidas a favor de la justicia pueden limitar poco a poco los márgenes de la impunidad. Veremos.