La torre de marfil

Este es un espacio para quienes quieren conversar sobre el Perú con la distancia -y marginalidad- de la diáspora. Le daremos particular importancia a la política doméstica y los conflictos culturales de las sociedades del norte para establecer contrastes irónicos en relacion al Perú.

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Nombre: Eduardo Gonzalez
Ubicación: Brooklyn, New York, United States

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martes, enero 02, 2007

Tres derrotas de la justicia en el 2006

En el año 2006, asistimos a varias derrotas de la justicia, pero quisiera referirme sólo a tres. La primera en marzo, cuando Slobodan Milosevic, ex presidente de Yugoslavia, murió en su celda de La Haya, sin que su prolongado juicio hubiera llegado a una sentencia. La segunda, a inicios de diciembre, cuando el general Pinochet falleció, rodeado de familiares y amigos, en la cama de un hospital militar de Santiago. Por último, en ocasión del caótico ajusticiamiento de Saddam Hussein en un oscuro sótano de Bagdad, rodeado por verdugos que le insultaban y vejaban.

Milosevic, Pinochet y Hussein fueron tres criminales que potenciaron su capacidad destructiva en contra de sus propios pueblos a través del control mafioso del estado. Sin embargo, su responsabilidad individual no fue jamás establecida al cabo de un adecuado proceso penal.

El tribunal internacional para la ex Yugoslavia utilizó 4 años (tanto como la guerra de Croacia y Bosnia) en el juicio contra el dictador serbio, pero no lo culminó debido a la complejidad de reglas de procedimiento que permitieron al acusado el uso de tácticas dilatorias. El desenlace del caso Milosevic fue embarazoso para el tribunal: el tirano murió en su celda, como resultado de una mala automedicación, lo que mostró que la puntillismo (para juzgar) y la ineptitud (para proteger) pueden convivir lado a lado.



El juicio a Hussein, en el otro extremo, fue apenas mejor que un caso sumario pues estuvo plagado de intrusiones políticas, desorden en la sala, asesinatos de abogados y múltiples violaciones al debido proceso. Juzgado en menos de tres meses por una de las tantas masacres cometidas bajo su dictadura, Hussein fue condenado y ejecutado semanas después, sin que hubiera una casación mínimamente creíble y sin darle a las víctimas de otros casos la oportunidad de encarar al tirano.



El caso de Pinochet se parece en algo al de Milosevic, puesto que ambos se beneficiaron de un sistema legal tan enfocado en el procedimiento que parece olvidar las demandas sustantivas de justicia. Aunque el ex dictador chileno debió comparecer frente a un juez o considerarse bajo detención en varios momentos de sus tantos juicios, nunca tuvo que dejar la comodidad de su casa gracias a la extrema deferencia del sistema legal chileno. En la práctica, el mundo se aburrió de leer cada par de meses una nueva noticia sobre el enredado caso del viejo tirano: si en este juicio perdía la inmunidad, en este otro la preservaba; si en este era declarado competente, en este otro era considerado senil. La muerte, que no conoce de formalismos, fue más efectiva.



Pareciera que la proverbial balanza de la justicia nunca llegó al equilibrio: cediendo en el caso de Milosevic y Pinochet a una visión puntillosa de los derechos del acusado que redujo en los hechos la posibilidad de castigo a la nada o –en el caso de Hussein- cediendo sus fueros a la más obscena venganza.

La justicia es un proceso en el que un agente impersonal –el Estado- arranca de las manos a la sociedad o a las víctimas directas la capacidad de vengarse o de perdonar. El tribunal que dicta sentencia luego de un análisis reposado protege al acusado del odio de sus acusadores. Incluso la más atroz de las condenas –la muerte- se ejecuta en medio de un ritual impersonal, en el que las víctimas no tocan jamás el cuerpo del criminal. Por otro lado, la declaración de inocencia, el perdón y la amnistía, se hacen por consideraciones de derecho, sin atención a los sentimientos de las víctimas.

Pero todo eso es procedimiento: un método creado para cerciorarse de llegar a una sentencia limpia. El sentido último de la justicia penal no puede implicar que la sociedad renuncie al castigo del perpetrador. Si los principios de debido proceso se hacen tan complejos que un acusado poderoso o influyente los manipula hasta el absurdo, la justicia pierde su sentido.

La justicia penal fue inventada para encontrar un balance entre la fuerza de la sociedad, que quiere castigar el crimen a toda costa, y el criminal, que como individuo aislado no estaría en capacidad de defenderse frente a sus acusadores. El ladronzuelo que sería linchado por los comerciantes, es protegido por la policía en tanto un juez determina la sentencia que le corresponde. El debido proceso defiende al débil, que es el acusado, frente al fuerte, que es la sociedad acusadora.

Pero ese modelo de justicia colapsa cuando el acusado es poderoso o influyente y sus víctimas son los excluidos y despreciados de la sociedad. Si la policía y los jueces temen o respetan al acusado; si éste tiene los recursos para obtener los mejores abogados, influir en el gobierno o intimidar a las víctimas, entonces el debido proceso deja de ser garantía de equidad y se vuelve un arma más en las manos del criminal poderoso.

La prueba del fracaso de la justicia en el 2006 es la forma solemne en que Milosevic, Pinochet y Hussein fueron despedidos entre sus respectivas sociedades: en medio de elaborados rituales fúnebres, embellecidos por la muerte como mártires o héroes. La muelle deferencia de las cortes en La Haya y Santiago le permitieron a Milosevic y Pinochet llenarse la boca con declaraciones de patriotismo y virtud; el caos del proceso de Bagdad fue tal que –comparado con la obscenidad y abuso de sus jueces y verdugos- Hussein pasó sus últimos meses de vida dando la impresión de ser un líder digno y valiente.

En otros casos, la justicia internacional tampoco ha presentado sus mejores brillos durante el año pasado: Alfredo Stroessner, dictador del Paraguay, murió en su cama de anciano en la seguridad del asilo que le proporcionó Brasil. En Africa, Hissene Habré, dictador de Chad, fue amparado por el asilo que le ofreció Senegal; Mengistu Mariam, responsable del “terror rojo” de los años ochenta en Etiopía, disfruta de la hospitalidad de Zimbabwe. En Camboya, los ancianos líderes del Jemer Rojo languidecen en tanto el gobierno de ese país se toma todo el tiempo del mundo para negociar con la ONU la creación de un tribunal. Y, por supuesto, en Chile, Alberto Fujimori se pasea libremente disfrutando de la impunidad de facto que las autoridades de ese país le permiten.

Esperemos que en el año 2007 esta tendencia sea revertida. Charles Taylor, antiguo dictador liberiano espera juicio en una cárcel de La Haya (esperamos que con la mejor atención médica), y lo mismo ocurre con Thomas Lubanga, “señor de la guerra” congoleño. Las cortes belgas siguen en la disposición de utilizar la jurisdicción universal contra perpetradores de genocidio y otros crímenes de lesa humanidad. Pero la impunidad tiene demasiados frentes y la voluntad política de los gobiernos que –de otro modo sería muy débil- debe ser fortalecida con la presión de sus sociedades. Los esfuerzos en varios países de no permitirle a criminales poderosos un escape fácil –pienso en Uruguay, Colombia, Argentina- indican que campañas sostenidas a favor de la justicia pueden limitar poco a poco los márgenes de la impunidad. Veremos.

3 Comments:

Anonymous Anónimo said...

Es el colmo, carajo.

4:20 p. m.  
Blogger Quellcaruna said...

Comparto la indignación de Marianne. A nivel nacional, en el Perú, estamos volviendo a las peores épocas de intolerancia con respecto al tema de los derechos humanos. Dejando de lado la presencia de Gampietri en el gobierno de Alan García y la inconfesable alianza con los fujimoristas, basta citar dos casos.

El primero, es la detención y acusación de 8 campesinos por el asesinato de un grupo de policías, dos funcionarios estatales y un civil, en Ayacucho, con claros visos de violación del debido proceso, y sobre cuya culpabilidad ya fue "establecida" por el gobierno y el Ejército. El segundo, son las reacciones de los partidos y la manipulación informativa por parte del gobierno respecto a la sentencia de la CIDH contra el Estado peruano por la masacre del Penal de Castro Castro, dirigido por el prófugo Alberto Fujimori en 1992. El mensaje es claro: si eran terroristas todo vale y los derechos humanos son sólo para los que estén libres de sospecha (es decir, apoyan la impunidad) de colaborar con la subversión y el terrorismo.

Si pues, el el colmo, carajo.

Un abrazo,
Portos

7:52 p. m.  
Anonymous Anónimo said...

Y que opinas de Fidel Castro, ¿No habrá posibilidad de juzgarlo? ¿Es justa su posesión del poder absoluto y su responsabilidad en la falta de libertad de cada cubano?

5:27 a. m.  

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