El último round
El gusto por el boxeo es aprendido y afectivo. Uno no descubre de buenas a primeras que gusta de ver a dos hombres golpeándose de la misma forma que uno encuentra que le gustan la comida china y las puestas de sol. Más aún, se supone que las personas que están siempre contra el gobierno de turno (mi caso y el de todos mis amigos) deben detestar el boxeo, los toros y las películas de Mel Gibson: algo no calza cuando un tipo vota por la izquierda, marcha contra la guerra de Irak y corre a ver “Rocky Balboa” el día del estreno.
El gusto por el boxeo (y por los toros) se lo debo a mi abuelo, Clodomiro, con quien vi, en un ya lejano 1974, las borrosas imágenes en blanco y negro de la pelea en la que Muhammad Ali recuperó su título mundial contra George Foreman, en Kinshasa. La insolencia, elegancia e indisciplina de Ali me convirtieron en uno de sus seguidores más fervientes, por lo que no lo pude creer cuando, un año después, un desconocido Chuck Weppner echó a la lona a mi ídolo y aguantó los 15 rounds a pie firme. Sólo el referí pudo echarlo, con el expediente de un nocaut técnico.

Como en esas épocas estaba aprendiendo a ser peruano, me emocionó la victoria moral de Weppner, pero como a la vez era un niño, me olvidé de él y seguí admirando a Ali, Frazier y luego a Durán y Sugar Ray Leonard.
Alguien que no se olvidó de Chuck Weppner fue un actor de trayectoria corta y poco distinguida llamado Sylvester Stallone quien, a pesar de no haber hecho nunca nada más que breves apariciones en series policiales y algunos roles secundarios, entró en una fiebre poética de la que sólo salió con el guión de una película en la mano.
El resto es historia. Pese a su supuesta admiración por los ganadores, los americanos adoran a los perdedores que se atreven a apuntar alto. Rocky, que se entrenaba corriendo en una zona industrial y golpeando reses colgadas en el frigorífico, era el perdedor perfecto para convertirse en el ícono de un país que había perdido la autoconfianza luego de Vietnam y Watergate.

Pero, como suele ocurrir con las personas inseguras y las superpotencias, quien no sabe perder tampoco sabe ganar. “Rocky” se convirtió en Rocky 2, 3, 4 y 5: el invencible, capaz de derrotar al gigante ruso y hacer flamear la bandera americana en una explosión de kitsch que sólo podía terminar transformando al proletario de los barrios pobres de Filadelfia en el mercenario “Rambo”, invadiendo países tropicales y exterminando ejércitos enteros en nombre de las barras y estrellas. “Rocky” era una película en la mejor tradición de las historias clásicas de boxeadores condenados a la derrota, como “El toro salvaje” o “La ley del silencio”; las secuelas, en cambio, fueron todas olvidables.
La carrera de Stallone quedó atada para siempre al Rocky del día siguiente, es decir, a la traición del perdedor y a su conversión en un millonario más. Stallone convirtió a Rocky en una broma de mal gusto o en un cajero automático, y él mismo, con su quijada fuerte su nariz rota se volvió una repetición pirata, una estatua huachafa en la explanada del museo de Filadelfia.
Debe ser por eso que cuando anunció, a los 60 años, que lanzaría una sexta y última versión de la historia de Rocky, la respuesta fue una carcajada universal. ¿Es que no le había bastado con el esperpento en el que había convertido a Rocky? ¿Es que no estaba (cómo ponerlo en una cultura eternamente adolescente) un poco viejo para el rol? ¿Cómo iba a hacer que la audiencia suspendiera el descreimiento y pusiera su confianza en la ficción?
La respuesta de Stallone, que aparece en boca de su personaje en “Rocky Balboa” fue muy simple: éste es quien soy. No vale la pena escapar o reinventarse. Un luchador es una persona que lucha. En la última película de la serie, uno tiene la impresión de que nunca existieron Rocky 2, 3, 4 y 5: Rocky sigue viviendo en el mismo barrio de Filadelfia, usa el mismo sombrero y tiene los mismos amigos. Es Rocky, el que alguna vez resistió 15 rounds contra Apollo Creed, no Sylvester Stallone el millonario.
La anécdota es banal; importa poco cómo así el viejo Rocky llega a pelear nuevamente con un campeón mundial, por qué sigue siendo pobre o dónde está su esposa Adrian. Lo que importa es el vocabulario poco sofisticado, el sombrero de fieltro, el fracaso permanente de Paulie, la ambición de llegar a todo pulmón al final de la larga escalinata, en una palabra, la autenticidad.

La noche que vi “Rocky Balboa” el público aplaudió y gritó como si estuviera al costado del ring. No lo hubiera hecho por Rocky VI, envuelto en la bandera americana y derrotando a algún malvado árabe; lo hizo por el vecino que corre en la madrugada, por el boxeador cuya única estrategia para ganar es tener la fuerza suficiente para aguantar los golpes.
Una de las hipótesis para explicar esta fascinación –adelantada por Time, creo- es que “Rocky Balboa” es un guiño a la generación de los “baby boomers” que ha cumplido 60 y -luego de ser hippie y yuppie- se prepara a redefinir el concepto de vejez. Basado en lo que vi en la sala de cine –gentes de todas las edades aplaudiendo- no lo creo. Me parece, más bien, que el triunfo de “Rocky Balboa” es la celebración del cotidiano heroísmo de caer y volverse a levantar, de ir a trabajar, de escuchar a los hijos, de caminar en las calles sucias de la realidad.
La última escena de “Rocky Balboa” presenta –precisamente- a esas gentes comunes y corrientes fusionándose con el personaje. La cámara, en las escalinatas del museo de Filadelfia, sigue a cientos de personas de todas las edades y clases mientras llegan a la cumbre y se entregan a la celebración de esa pequeña victoria moral, con los brazos en el aire, boxeando con su sombra, optimistas sin estridencia, héroes de nuestra diaria, sencilla historia.
El gusto por el boxeo (y por los toros) se lo debo a mi abuelo, Clodomiro, con quien vi, en un ya lejano 1974, las borrosas imágenes en blanco y negro de la pelea en la que Muhammad Ali recuperó su título mundial contra George Foreman, en Kinshasa. La insolencia, elegancia e indisciplina de Ali me convirtieron en uno de sus seguidores más fervientes, por lo que no lo pude creer cuando, un año después, un desconocido Chuck Weppner echó a la lona a mi ídolo y aguantó los 15 rounds a pie firme. Sólo el referí pudo echarlo, con el expediente de un nocaut técnico.

Como en esas épocas estaba aprendiendo a ser peruano, me emocionó la victoria moral de Weppner, pero como a la vez era un niño, me olvidé de él y seguí admirando a Ali, Frazier y luego a Durán y Sugar Ray Leonard.
Alguien que no se olvidó de Chuck Weppner fue un actor de trayectoria corta y poco distinguida llamado Sylvester Stallone quien, a pesar de no haber hecho nunca nada más que breves apariciones en series policiales y algunos roles secundarios, entró en una fiebre poética de la que sólo salió con el guión de una película en la mano.
El resto es historia. Pese a su supuesta admiración por los ganadores, los americanos adoran a los perdedores que se atreven a apuntar alto. Rocky, que se entrenaba corriendo en una zona industrial y golpeando reses colgadas en el frigorífico, era el perdedor perfecto para convertirse en el ícono de un país que había perdido la autoconfianza luego de Vietnam y Watergate.

Pero, como suele ocurrir con las personas inseguras y las superpotencias, quien no sabe perder tampoco sabe ganar. “Rocky” se convirtió en Rocky 2, 3, 4 y 5: el invencible, capaz de derrotar al gigante ruso y hacer flamear la bandera americana en una explosión de kitsch que sólo podía terminar transformando al proletario de los barrios pobres de Filadelfia en el mercenario “Rambo”, invadiendo países tropicales y exterminando ejércitos enteros en nombre de las barras y estrellas. “Rocky” era una película en la mejor tradición de las historias clásicas de boxeadores condenados a la derrota, como “El toro salvaje” o “La ley del silencio”; las secuelas, en cambio, fueron todas olvidables.
La carrera de Stallone quedó atada para siempre al Rocky del día siguiente, es decir, a la traición del perdedor y a su conversión en un millonario más. Stallone convirtió a Rocky en una broma de mal gusto o en un cajero automático, y él mismo, con su quijada fuerte su nariz rota se volvió una repetición pirata, una estatua huachafa en la explanada del museo de Filadelfia.
Debe ser por eso que cuando anunció, a los 60 años, que lanzaría una sexta y última versión de la historia de Rocky, la respuesta fue una carcajada universal. ¿Es que no le había bastado con el esperpento en el que había convertido a Rocky? ¿Es que no estaba (cómo ponerlo en una cultura eternamente adolescente) un poco viejo para el rol? ¿Cómo iba a hacer que la audiencia suspendiera el descreimiento y pusiera su confianza en la ficción?
La respuesta de Stallone, que aparece en boca de su personaje en “Rocky Balboa” fue muy simple: éste es quien soy. No vale la pena escapar o reinventarse. Un luchador es una persona que lucha. En la última película de la serie, uno tiene la impresión de que nunca existieron Rocky 2, 3, 4 y 5: Rocky sigue viviendo en el mismo barrio de Filadelfia, usa el mismo sombrero y tiene los mismos amigos. Es Rocky, el que alguna vez resistió 15 rounds contra Apollo Creed, no Sylvester Stallone el millonario.
La anécdota es banal; importa poco cómo así el viejo Rocky llega a pelear nuevamente con un campeón mundial, por qué sigue siendo pobre o dónde está su esposa Adrian. Lo que importa es el vocabulario poco sofisticado, el sombrero de fieltro, el fracaso permanente de Paulie, la ambición de llegar a todo pulmón al final de la larga escalinata, en una palabra, la autenticidad.

La noche que vi “Rocky Balboa” el público aplaudió y gritó como si estuviera al costado del ring. No lo hubiera hecho por Rocky VI, envuelto en la bandera americana y derrotando a algún malvado árabe; lo hizo por el vecino que corre en la madrugada, por el boxeador cuya única estrategia para ganar es tener la fuerza suficiente para aguantar los golpes.
Una de las hipótesis para explicar esta fascinación –adelantada por Time, creo- es que “Rocky Balboa” es un guiño a la generación de los “baby boomers” que ha cumplido 60 y -luego de ser hippie y yuppie- se prepara a redefinir el concepto de vejez. Basado en lo que vi en la sala de cine –gentes de todas las edades aplaudiendo- no lo creo. Me parece, más bien, que el triunfo de “Rocky Balboa” es la celebración del cotidiano heroísmo de caer y volverse a levantar, de ir a trabajar, de escuchar a los hijos, de caminar en las calles sucias de la realidad.
La última escena de “Rocky Balboa” presenta –precisamente- a esas gentes comunes y corrientes fusionándose con el personaje. La cámara, en las escalinatas del museo de Filadelfia, sigue a cientos de personas de todas las edades y clases mientras llegan a la cumbre y se entregan a la celebración de esa pequeña victoria moral, con los brazos en el aire, boxeando con su sombra, optimistas sin estridencia, héroes de nuestra diaria, sencilla historia.