La torre de marfil

Este es un espacio para quienes quieren conversar sobre el Perú con la distancia -y marginalidad- de la diáspora. Le daremos particular importancia a la política doméstica y los conflictos culturales de las sociedades del norte para establecer contrastes irónicos en relacion al Perú.

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Nombre: Eduardo Gonzalez
Ubicación: Brooklyn, New York, United States

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miércoles, agosto 16, 2006

11-S: El fracaso de la memoria

Los lugares donde ha tenido lugar una atrocidad nos sorprenden por su silencio, por el contraste entre la inocencia del escenario y la maldad de los actores. Quien va a Auschwitz -por ejemplo- no puede imaginarse que esa pampa de yerba crecida haya sido un campo de exterminio y ningún intento de modificar el paisaje seria suficiente para que la mente aprehenda un horror tan oceánico.

Por eso, todo intento de monumentalizar la memoria del terror choca con un doble riesgo: el de la insuficiencia, por un lado, y el de la pompa vacua, por el otro. No es sencillo levantar un monumento en un lugar como Auschwitz y -por eso- es tal vez apropiado que la conmemoración se limite a la demostración de los hechos. En Auschwitz, el museo, levantado en las antiguas oficinas administrativas del campo de concentración, muestra a los visitantes, en una sala tras otra, los rastros mudos de la catástrofe: aqui una pila de zapatos viejos que llega hasta el techo, allá, miles de monturas de lentes; aún más allá, detras de una altísima vitrina, una nube gris revela a quien se acerca lo suficiente una montaña de cabello humano.

A unas cuadras de mi oficina -en el sur de Mannhattan- hay un enorme espacio abierto esperando significado. Para quienes alguna vez estuvieron ahí, a la sombra de las torres, en una época que ahora parece normal, es difícil relacionar pasado y presente; los antiguos cañones sombríos de Mannhattan bajo los rascacielos y este inmenso agujero polvoriento bañado por el sol. Se ha iniciado hace ya un buen tiempo la reconstrucción de la zona y -en los debates sobre cómo proceder- se hace evidente el desconcierto de un país que ha fracasado en articular una memoria poderosa sobre el once de setiembre (11-S).

Los instintos democráticos de los Estados Unidos se dejan notar claramente en el debate intenso que rodea cualquier acción para modificar el espacio público. Cada nuevo edificio, cada renovación y -naturalmente- cada nuevo monumento motivan audiencias públicas, campañas políticas, ríos de tinta. Era natural que la reconstrucción del Centro Mundial de Comercio generase el mismo tipo de confrontación, en la que han quedado -por ahora- separados en bandos diversos actores de todo tipo: las autoridades municipales y estatales, los familiares de las víctimas, las empresas constructoras e inmobiliarias, el establecimiento cultural, las fuerzas de seguridad.

Inmediatamente después del 11-S, el municipio y el estado de Nueva York crearon la Corporación para el Desarrollo del Sur de Mannhattan , una institución mixta que presidiría la reconstrucción del área, es decir la erección de nuevos edificios para reemplazar a los que fueron destruidos y la creación de un espacio conmemorativo.

A mediados del 2002, se convocó a un concurso mundial para adoptar el plan maestro y luego de casi un año de deliberaciones, consultas públicas e intervenciones políticas muy controversiales se declaró vencedor el diseño del arquitecto polaco-americano Daniel Libeskind, que proponía la creación de cinco estructuras de cristal a guisa de enormes prismas, incluyendo una espiralada "torre de la libertad" de 1776 pies de alto, para conmemorar la fecha de la independencia de los Estados Unidos. El proyecto de Libeskind tambien proponia una superficie sumergida que llevaría a los visitantes a las huellas de lo que fueron las torres gemelas.

Un concurso adicional para el diseño del espacio monumental en la antigua base de las torres gemelas fue ganado por Michael Arad y Peter Walker, con un proyecto llamado "Reflejo de la ausencia" que crea una plaza de robles en la cual dos cuadrados vacíos de diez metros de profundidad marcan la antigua base de las torres. Un centro conmemorativo recibiría a los visitantes y serviría de tumba para los restos humanos no identificados que se hallaron en las ruinas.

La victoria de Arad y Walker implicaba la modificación de la visión de Libeskind, que había propuesto un museo suspendido sobre la base vacía de las antiguas torres. Al cambio de la zona conmemorativa se le sumó luego uno adicional: el reemplazo de la "torre de la libertad", originalmente una espiral de cristal, por una sólida estructura rectangular encargada al arquitecto David Childs. El reemplazo de la espiral de Libeskind fue el resultado de la masiva oposición de la policía neoyorquina a un diseño futurista que no garantizaba -en su perspectiva- la seguridad del lugar y el rechazo de la comunidad empresarial que no estaba satisfecha con el poco espacio de oficinas en una torre tan delgada. Por último, incluso la zona monumental recibió el ataque de los familiares de las víctimas porque alojaría a instituciones que -en su opinión- no tienen ninguna relación con el 11-S, tal como un "Centro Internacional de la Libertad" dedicado a exhibiciones sobre derechos humanos y paz.

La policía de Nueva York quería que la torre propuesta se moviera de su sitio para estar más lejos de la calle y poder construir barreras contra coches-bomba, del mismo modo, querían que al menos los diez primeros pisos se reforzaran contra el mismo riesgo. Los familiares del 11-S opuestos al Centro de la Libertad, rechazaron que existiera un centro donde se discutiera el holocausto judío, la lucha por los derechos civiles en los años sesenta, o los abusos en Guantánamo. De acuerdo a la hermana de uno de los pilotos asesinados el 11-S, Debra Burlingame, el riesgo era que se discutiera política mundial en vez de recordar a los : "En lugar de exhibiciones y simposios sobre el internacionalismo y la política mundial debiéramos escuhar la historia del bravo bombero cuyo cuerpo -partido por la mitad- se encontró con sus piernas cerca al cuerpo de una mujer (...) que rescataba"

De modo que dos guardianes distintos, pero igualmente efectivas, lograron su cometido y han ganado la responsabilidad de determinar la forma en que Nueva York (y el mundo) conmemorará el 11-S. Por un lado, la policía de la ciudad y por otro lado, la "policía del dolor" como la revista "New York" llama a algunos familiares del 11-S. Nadie sino la policía uniformada debe determinar el equilibrio entre arte y seguridad; nadie sino los familiares debe hallar el equilibrio entre debate y recuerdo.

El problema con la conmemoración del once de setiembre es que el recuerdo del horror ha sido banalizado del mismo modo que la respuesta internacional de los EEUU al ataque sufrido dejó pronto de lado la justa defensa y pasó a convertirse en agresión prepotente. Una espiral de cristal es reemplazada por un pisapapeles de cien pisos porque hay que prepararse para el próximo ataque de quienes -sin duda alguna- nos siguen odiando, quién sabe por qué. En lugar de reflexión creativa que nos lleve a entender los retos de la libertad, pornografía de la violencia que deje claro quienes son los enemigos. La simple exposición de los hechos, que el cine ha reflejado recientemente con "United 93" no basta: es necesaria la grandilocuencia vengativa de Oliver Stone y su "World Trade Center".

La cultura americana es frecuentemente víctima de la banalidad, tal vez por la combinación de optimismo y espectacularidad, o por la falta de ironía que existe en quien se toma demasiado en serio e ignora el mundo que le rodea. La misma debilidad de la cultura del megapoder se percibe en su política exterior: la convicción de estar siempre en lo correcto, la pretensión de imponer un cierto modelo de sociedad como el ápice de lo bueno y la condena de todo lo distinto como atraso o pobreza.

Es difícil imaginar a los Estados Unidos aceptando el silencio: es una cultura que le tiene horror al vacío, a lo indeterminado, y que -por consiguiente- se siente más cómoda en el mundo de las dicotomías maniqueas. Cuando se ha roto la complacencia y se ha impuesto el pensamiento crítico, ello ha ocurrido a costa de concesiones a las leyendas chauvinistas que fundan el país. El hermoso monumento de Maya Lin a los soldados americanos muertos en Viet Nam, una sencilla pared sumergida que recoge los nombres de cincuenta mil caídos es lo más lejano que se pueda imaginar a la grandilocuencia de los monumentos normales de Washington DC. Sin embargo, el precio para la aceptación de tan serena reflexión es el absoluto olvido de los millones de vietnamitas muertos en aquella guerra.

Las máquinas excavadoras no dejan de trabajar en el gran agujero mientras paseo por la nueva estación de metro -aún en construcción- diseñada por Santiago Calatrava, musitando estas ideas. A poca distancia, las rejas que rodean la zona de construcción están repletas de notas dejadas por los visitantes que vienen de todo el país: en general, banderas americanas, corazones, flores, mensajes sencillos y optimistas, algunos vengativos, que reflejan las mismas tensiones que los titanes de la política y el dinero deben balancear ante la reconstrucción millonaria de estas seis hectáreas de tierra. El resultado de sus debates, cinco años después de los ataques, será -todo lo indica- no un recuerdo sereno, sino desafío banal, machismo y fracaso.

miércoles, agosto 09, 2006

El enemigo de mi enemigo

Cuando vine a los Estados Unidos por primera vez, hace unos diez años, me sorprendió muchísimo cuantas personas respondían "escritor" cuando les preguntaba por su profesión. Aparentemente, bastaba haber enviado alguna vez un artículo a una revista universitaria, o tener una novela en proyecto para tener una carrera literaria. Yo, que no tenía entonces -ni tengo- mas que un muy modesto poemario publicado por una casa editorial de patas, jamás hubiera tenido el cuajo de presentarme como poeta.

Cuando vine por segunda vez, hace tres años, participé en una reunion de "escritores" en un café de mi barrio. Una docena de personas que se juntaba cada semana para leer poemas o cuentos. Lo que me sorprendió esta vez fue la civilidad del intercambio: silencio respetuoso, aplausos educados, conversación moderada.

Contrasto estos ejemplos con la llamada "polémica de los escritores" que agitó el mundo intelectual peruano hace algunos meses con más intensidad que las elecciones presidenciales. Como recordarán, aquélla fue un intercambio de cartas acusatorias entre escritores que se proclamaban "provincianos" y otros que hacían lo posible para no ser desdeñados como "limeños". La polémica tuvo de todo: acusaciones de racismo, clasismo, argollería, senderismo, mediocridad y estupidez. Luego hubo un furioso intercambio público a propósito de un manifiesto firmado por un grupo de escritoras protestando contra el sexismo de algunos críticos. Luego, por último empezó una guerra sucia de "blogs" entre escritores y críticos jóvenes que se acusan unos a otros de ataques anónimos, sabotaje electrónico y -ante todo- envidia.

En los debates sale a la luz lo mejor del repertorio retórico -creatividad para el sarcasmo, sana irreverencia- y también lo peor y más gastado: apodos y falacias obvias. Es curioso cómo nuestras élites intelectuales repiten por nuevos medios (la internet) y en nuevos códigos (la crítica literaria) los estilos que hace décadas se transmitían por revista mimeografiada y por razones políticas.

La irrelevancia de la política desde el 5 de abril de 1992 ha privado a nuestras élites intelectuales del código normal de sus disputas. Ausente la política de la vida nacional, ahogada por el pragmatismo sin ideología del fujimorismo y de sus opositores, se acabaron las excomuniones ideológicas. En esos años, la polémica en las facultades de sociología fue el fútbol: los significados de ser aliancista o de la "U", la tragedia de la selección peruana. Ahora es la crítica literaria la que nos prevee las claves de un ritual conocido: ataque y contraataque, alianzas, guerra de desgaste.

Entre estos rituales hay varias constantes, pero una de las principales es la competencia por un espacio pequeño. La izquierda ideológica o el público lector de clase media son tortas muy chiquitas para que alcance una tajada para todos los invitados, lo que hace feroz la disputa: el que tiene plato lo defiende; el que no, se abalanza. Se generan dinámicas de juego clásicas: alianzas con el enemigo de mi enemigo, dilemas del prisionero en el que todos pierden, competencias brutales con el que es más parecido y tolerancia de aquél absolutamente distinto.

Supongo que los "escritores" de mi barrio en Brooklyn no serían distintos si el mercado fuera tan reducido. Una visita a la monstruosa cadena de librerías "Barnes & Noble" revela un pasillo entero de publicaciones sobre cómo publicar cualquier cosa, desde cuentos infantiles hasta novelas. Lo mismo ocurre explorando la página web de "Amazon". Esta sociedad de la abundancia, donde es común que la gente lea en el metro, nos convierte por oposición en una Somalia intelectual, donde no hay más opción que hacerse señores de la guerra y reclutar niños soldados para comer lo que la comunidad internacional envía como ayuda humanitaria.

Muy pocos entre nosotros "hacen patria" intelectual ampliando la torta, y si lo hacen son acusados de crear una nueva argolla ("palo porque bogas, y palo porque no bogas"). Crear una nueva editorial, publicar una página web para escritores noveles, llevar la literatura a un programa de televisión es la receta para exponerse al ataque.

Es más sencillo aplastar retóricamente al círculo del enemigo, aunque al hacerlo se caiga en la ironía de crear nuevos círculos. Nuestra estrategia creativa parece ser guerrera, que es como decir que somos guerreros creativos, que es -finalmente- como admitir que somos la más acabada contradicción: destructores creativos. ¿Habrá que esperar una generación para ver bajo qué medios y con qué pretextos seguimos odiándonos?