La torre de marfil

Este es un espacio para quienes quieren conversar sobre el Perú con la distancia -y marginalidad- de la diáspora. Le daremos particular importancia a la política doméstica y los conflictos culturales de las sociedades del norte para establecer contrastes irónicos en relacion al Perú.

Mi foto
Nombre: Eduardo Gonzalez
Ubicación: Brooklyn, New York, United States

daddy and daughter, brooklynites, long-distance walkers, lazy sun adorers... we do loads of things together and give them the thumbs up/down rating... if you're cool parents and kids join us and send us your own ratings

miércoles, marzo 25, 2009

El arte de hacer buenas sillas




Cuando yo era chico, el único capitalista que conocía era mi abuelo. Luego me di cuenta de que mi tía Pocha también era capitalista, y con ninguno de los dos me hacía problemas.

De hecho, el capitalismo que practicaban me parecía bien bacán: repleto de actividad y aventura. Mi abuelo se la pasaba viajando entre Lima y Trujillo, con ocasionales saltos a Estados Unidos y a Europa, comprando y vendiendo partes de autos. Le importaba un rábano si los gringos eran del bloque occidental y los polacos del bloque soviético: con los dos negociaba y traía las máquinas que le parecían buenas a la Feria Internacional del Pacífico, donde mis tíos y yo hacíamos guardia en el stand. Mi tía Pocha no paraba en todo el día. Administraba una chacra de un par de hectáreas, criaba tres hijos, supervisaba el Mercado Municipal de Pacasmayo y arreglaba la vida y milagros de todas sus vecinas y amigas. Con parte de la cosecha de arroz de 1995, mi tía juntó unos dólares que fueron la beca familiar con la que viví los primeros meses que estuve en Nueva York.

El mensaje del capitalismo aquel parecía ser: trabaja duro, ahorra, no dejes de explorar lo nuevo.

a veces las cosas iban bien, a veces no tanto: una inversión rendía menos de lo esperado, el río trajo poca agua. Cuando el desastre golpeaba, había que enfrentar las consecuencias, que tenían la cara de un gerente de banco. El banco negaba préstamos, cobraba intereses, exigía pagos, embargaba bienes, movía plata y no movía un dedo.

Quien mejor expresó lo mal que me hacía sentir ese capitalismo bancario fue el Padre Cerrato, nuestro padre espiritual en el colegio, una vez que el profesor de Educación Cívica se enfermó. El padre Cerrato, que había venido al Perú como jesuita joven luego de la guerra de España, era un tipo bueno y simple. Su lección de economía ese día fue igual de buena y simple: tomó una de las sillas del salón de clase y la describió. “Mirad esta silla. ¡Qué cosa más bien hecha! Es firme, es sólida y cómoda. Se nota que quien la hizo puso lo mejor de su arte en ella. Eso se llama trabajo.” Y agregó “Pero considerad ahora al que no ha hecho esta silla con sus manos y simplemente la vende. ¿Creéis que ese la hizo más valiosa, más cómoda?” Y así nomás, el cura del colegio nos introdujo a la teoría del valor, a la doctrina social de la iglesia y a un par de verdades de la vida.

Hace toneladas de años, cuando el trabajo era considerado una deshonra y el dinero ensuciaba las manos de los buenos cristianos, un grupo de gente que vivía en ciudades propuso un cambio ético fundamental: vivir de las rentas de la tierra es inmoral, holgazanear es un signo de perdición, hay que trabajar duro y ahorrar, vivir dentro de los límites de lo que uno gana y de la común decencia. De ese grupo surgieron los primeros capitalistas: capitanes de empresa y ascetas de energía inacabable que harían exclamar a un filósofo alemán olvidado:

“La burguesía ha desempeñado en la historia un papel altamente revolucionario.

(…) La burguesía ha revelado que la brutal manifestación de fuerza en la Edad Media, tan admirada por la reacción, tenía su complemento natural en la más relajada holgazanería. Ha sido ella la primera en demostrar lo que puede realizar la actividad humana; ha creado maravillas muy distintas a las pirámides de Egipto, a los acueductos romanos y a las catedrales góticas, y ha realizado campañas muy distintas a las migraciones de los pueblos y a las Cruzadas.”

Hoy sobreviven en la moral pública leves rezagos de la moral burguesa y su ética del trabajo. La siesta y la tardanza, la renta y el despilfarro, propios de una mentalidad feudal se miran con sospecha. Pero el capitalismo, que originó esa ética ya no es lo que era. De hecho, su mensaje moral es bastante distinto.

El capitalismo tardío de las sociedades avanzadas ha creado economías donde el mundo real de las sillas producidas con valor de uso es una fracción mínima del valor de cambio. Las compañías convencen a los compradores que no compran sillas donde sentarse, sino estilos de vida feudales. Venden, además, a otros, el derecho de arriesgarse a través de acciones que prometen una parte de los dividendos futuros. Pero eso no es todo: los accionistas no compran para recuperar su inversión a través de la ganancia resultante de vender sillas, sino la ganancia especulativa de comprar y vender las acciones. Más complicado aún: las empresas especializadas en especular con las acciones colocan ellas mismas acciones. Los inversionistas (aunque llamarlos así es un insulto a mi abuelo y a mi tía Pocha) compran acciones endeudándose en la esperanza de pagar con el resultado de su especulación. Compran casas para hacer una ganancia en la reventa, aunque la casa sea exactamente la misma, y convierten la casa en la que viven en un cajero automático adquiriendo una segunda hipoteca aunque la primera no esté pagada.

Pero ahí no queda la cosa. Las hipotecas se suman y luego se venden entre bancos, de acuerdo al riesgo de que se paguen bien o mal. Se organizan paquetes con combinaciones de distintos tipos de hipoteca que llegan a constituir el centro de la riqueza acumulada por los bancos: un mercado en el que se compran y venden riesgos como quien vende sillas.

Por supuesto, ocurren dos cosas: los dueños de casas, convencidos por el capitalismo avanzado que hay que comprar nomás, sin necesidad de ahorrar, se endeudan al máximo. Los banqueros, deseosos de inventar más productos que se puedan vender y especular descuidan una clasificación realista de los riesgos de los famosos paquetes de hipotecas. Hay que mantener la burbuja especulativa a toda costa. Todos asumen que los precios siempre subirán, así que compran y compran.

Hasta que un día empieza a ocurrir lo inevitable. Los dueños de casas ya no pueden endeudarse más y dejan de pagar las hipotecas. Como nadie midió el riesgo bien, esos morosos contaminan los grandes paquetes hipotecarios. De un día para otro, todas las compañías y bancos que tenían miles de millones invertidos en esos paquetes, descubren que no saben cuanto vale lo que tienen. Como no saben si lo que tienen vale algo o nada, se aferran con las uñas al cash que les queda, y que nunca es más que una fracción mínima de sus obligaciones. Nadie le presta nada a nadie. Ni mi abuelo, ni mi tía Pocha podrían convencer a un banco que les preste algo para invertir en cosas de verdad como fertilizantes y carros, porque os bancos se han autoquebrado especulando en cosas de mentira.

Al cerrarse el crédito, quiebran los productores de sillas y dejan de comprar los que necesitan sentarse. Los que especularon entran en pánico y venden. Al vender todos, se derrumban los mercados y pierden todos. Las empresas bajan de valor de un día para otro y no tienen suficiente respaldo para cumplir con sus propias obligaciones, y como los fondos de pensiones también especulan, de un día para otro la gente pierde sus casas, sus empleos o su retiro.

El gobierno interviene para salvar a los bancos de su propia estupidez. Para hacerlo, echa mano de lo que tiene: es decir, el dinero de los impuestos o la maquinita de imprimir dólares. Entonces ocurre algo raro: los capitalistas que gritaban a voz en cuello cuando Obama proponía redistribuir un poco de riqueza, no dicen ni pío cuando Obama redistribuye los costos de la burbuja financiera. Bancos enteros son en la práctica cuasi socializados, y nadie se sorprende ni exige que se les deje quebrar porque así es el capitalismo, que castiga a los ineficientes y a los torpes.

Y así, el mensaje moral de Benjamin Franklin y los protestantes del medioevo termina de irse al basurero de la historia. Los que vivieron dentro de sus límites y no compraron una casa que no podían pagar, pagan con sus impuestos para que los que especularon no pierdan todo. Los bancos que especularon se salvan y los brokers que animaron a la gente a especular son rescatados por el gobierno y reciben jugosos bonos de productividad. Si la especulación se llama hoy inversión, ¿por qué no llamar a la quiebra productividad?

Cuando Merryl Lynch se hundió el año pasado, le di una mirada a mi pensión, y pasé casi todo o que estaba en acciones a bonos. Hace un mes, cuando la bolsa había caído a la mitad de lo que había sido durante la burbuja, volví a dejar las cosas como estaban. Igual, he perdido un montón de lo que he aportado. Por suerte, no me voy a retirar mañana. Pero ¿y los que sí se retiran mañana? ¿y los que confiaron en sus bancos o sus fondos de pensiones, que les dijeron que inviertan con seguridad?

En resumen, no tengo casa ni acciones, pero pago con mis impuestos para que los que especularon en casas y acciones mantengan ambas y sigan ganando varios cientos de veces más de lo que yo gano por el mérito de hundir sus compañías. La lección moral es clara: fui un tonto. Aprendí de la gente equivocada. Uno no puede ir por la vida admirando al abuelo, la tía y el cura.

Por supuesto, bromeo. Lo que ocurre ha causado una indignación a la vez masiva y sana, y un retorno a los valores de abuelo, tía y cura. En la televisión, el comediante Jon Stewart hace trizas a la cadena CNBC por hacer de la economía un entretenimiento y vender la idea de la especulación como forma de vida. El “New York Post”, diario de 25 centavos, publica una primera plana devastadora el día que nos enteramos que los sinvergüenzas de la aseguradora AIG se pagan bonos millonarios con nuestros impuestos: “¡No tan rápido, cabrones avarientos!” Cuando un periódico de Nueva Cork insulta banqueros en plena carátula, algo muy profundo ocurre. De pronto, el socialismo europeo no parece tan mala idea, y los paraísos financieros parecen un error de juventud. La gente corta sus tarjetas de crédito, los chicos empiezan a usar alcancías y se reconsidera el viejo arte de hacer buenas sillas.

En la indignación actual, que surge de la sorpresa ante el pozo sin fondo del capitalismo avanzado, puede que germine una transformación profunda de actitudes. Son pocos los que se atreven a decir que el problema de la economía es el inmigrante que quiere trabajar con sus manos; están en el descrédito quienes opinan que hay que hacer trizas la naturaleza para ganar un dólar extra y los que hicieron fortunas con el riesgo y la desgracia ajena son unos parias. Tal vez, sólo tal vez, haya posibilidad de que –después de todo- los capitalistas de mi niñez hayan tenido razón.

martes, marzo 17, 2009

Economía política de la memoria



Toda sociedad produce elementos tóxicos e inventa formas de lidiar con ellos. Las sociedades ricas y sofisticadas son sociedades impecables, donde ni los ciudadanos contaminan ni las autoridades descuidan el deber de limpiar. Por el contrario, las montañas de basura son síntoma inequívoco de pobreza y negligencia.

La contaminación del aire no es otra cosa que la decisión de las autoridades de cargarle a cada uno de los ciudadanos los costos de la irresponsabilidad de los dueños de coches y empresas sucias. La contaminación del mar es el resultado directo del abandono de las redes de desagüe; lo que le suele importar poco a un Estado negligente, aunque luego se vea desbordado por epidemias de distinto tipo.

Gobiernos neoliberales como el de Fujimori y el de García tienen una economía política de la basura muy característica: se alían con grandes contaminadores, porque éstos detentan poder económico, y cierran los ojos a la destrucción del ambiente o la salud de la gente. Si Luchetti destruía un parque natural, al Sr. Montesinos le daba lo mismo, y presionaba a los jueces para favorecer al contaminador. Si Doe Run mantiene a La Oroya como la ciudad más contaminada del hemisferio, qué más le da al Sr. García.

El neoliberalismo mantiene ganancias y costos en el reino de lo privado. Doe Run se queda con sus ganancias, y los mineros se quedan con sus enfermedades. A nadie se le ocurre reconocer que el costo es social, y que las empresas tendrían que incorporar en sus presupuestos los costos de limpiar y lidiar con los efectos de sus actividades.

Exactamente lo mismo ocurre con la memoria. El recuerdo de los años de la guerra es material tóxico. Contar lo que ocurrió es manipular una sustancia terrible: es tocar con las manos la superficie de la tristeza, ver de cerca el pozo séptico de la desconfianza.

Este material tóxico no puede seguir donde está: acumulando su potencia fatal y multiplicando sus riesgos en la mente de cada individuo. Hay que limpiar cada una de nuestras casas en un ejercicio colectivo de memoria sanadora y hay que exigirle cuentas a quienes produjeron este derrame de pena.

Pero García y Giampietri prefieren que vivamos en medio de la basura. Que cada uno se las arregle como pueda. El que tenga los recursos para ello, que contrate un sicólogo. El que no, que se aguante o acepte el consejo de resignación del cardenal Cipriani o acepte el insulto de Flores Aráoz, que dice que los peruanos somos poco más que bocas.

Todo esfuerzo racional y responsable de lidiar con la memoria tóxica –ya sea la Comisión de la Verdad, el Ojo que Llora, o Yuyanapaq- les espanta. Mejor es que las cosas sigan como están y que nadie se atreva a tocar a los grandes contaminadores... grupo en el que están incluidos (Nunca mejor dicho: este es un gobierno con las manos sucias). ¿Cuántos peruanos cargan solitariamente con la desgracia de no conocer la tumba de sus seres queridos por culpa del gobierno de 1985-1990? ¿Quién la espera de un familiar cuando se aproximaba el toque de queda, el apuro al pasar por un cuartel con el rótulo “Orden de disparar”?

Fujimori fue un contaminador más honesto que García: decretó la privatización del dolor a través de una amnistía que prohibía incluso la mera investigación de las atrocidades cometidas por las fuerzas armadas. García está, en cambio, a la defensiva, y tiene que justificar lo injustificable: que en un país donde los líderes senderistas están en la cárcel y el dictador enfrenta un proceso justo, pretendamos olvidar por qué. Los estanques de Augias de la memoria están siendo barridos por un poderoso río de verdad y García se ahoga. Cualquier peruano con la edad de hacer memoria recordará al Comando Rodrigo Franco y sus crímenes impunes; cualquier visitante de “Yuyanapaq” verá la foto de García supervisando ufanamente el campo de batalla luego de la masacre de Los Molinos.

Cuando la CVR conducía sus investigaciones, García y Giampietri acudieron a dar su testimonio, alternativamente sobradores o compungidos; igualmente temerosos. Cuando leyeron los resultados, no les quedó otra opción que la que normalmente usan los contaminadores: seguir contaminando, en la esperanza que la gente se acostumbre a vivir así; seguir mintiendo, hasta que el discurso público sea una gran mentira y el cinismo haga que a nadie le importe la verdad.

La CVR afirmó que el dolor de la viuda de un policía, el trauma de la mujer violada, la pena del amigo de un desaparecido no debían ser cargas individuales. La comisión afirmó que a todos nos correspondía ayudar: dignificando a las víctimas, hasta entonces blanco de la mofa oficial; castigando a los culpables, protegidos por la amnistía o por procesos penales injustos que mezclaban inocentes y culpables.

Uno podría ver la democracia recuperada en el 2000 como un gran esfuerzo de limpieza histórica: darle un juicio justo a Fujimori y a Guzmán, en vez de dejar sus crímenes en el olvido, es hacerse cargo de la memoria tóxica. Construir monumentos a todas las víctimas, en vez de enviar una horda para destruirlos; construir un museo en vez de denunciarlo, es invitar a cada peruano a limpiar su mente por medio del diálogo.

Pero, por ahora, nos gobierna el barro. Modesta sugerencia: es hora de volver a limpiar.
Lavemos nuevamente la bandera; que los estudiantes vuelvan a llevar escobas al frontis del Congreso; borremos la pintura arrojada por los fujimoristas a El Ojo que Llora y al mural de Delfín en el local de Aprodeh. De nosotros depende, si queremos seguir sufriendo del sueño interrumpido, de la teta asustada, del recuerdo suprimido, de las enfermedades de la memoria tóxica, o si proponemos una nueva economía política del recuerdo sanador.