La torre de marfil

Este es un espacio para quienes quieren conversar sobre el Perú con la distancia -y marginalidad- de la diáspora. Le daremos particular importancia a la política doméstica y los conflictos culturales de las sociedades del norte para establecer contrastes irónicos en relacion al Perú.

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Nombre: Eduardo Gonzalez
Ubicación: Brooklyn, New York, United States

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sábado, diciembre 23, 2006

El último round

El gusto por el boxeo es aprendido y afectivo. Uno no descubre de buenas a primeras que gusta de ver a dos hombres golpeándose de la misma forma que uno encuentra que le gustan la comida china y las puestas de sol. Más aún, se supone que las personas que están siempre contra el gobierno de turno (mi caso y el de todos mis amigos) deben detestar el boxeo, los toros y las películas de Mel Gibson: algo no calza cuando un tipo vota por la izquierda, marcha contra la guerra de Irak y corre a ver “Rocky Balboa” el día del estreno.

El gusto por el boxeo (y por los toros) se lo debo a mi abuelo, Clodomiro, con quien vi, en un ya lejano 1974, las borrosas imágenes en blanco y negro de la pelea en la que Muhammad Ali recuperó su título mundial contra George Foreman, en Kinshasa. La insolencia, elegancia e indisciplina de Ali me convirtieron en uno de sus seguidores más fervientes, por lo que no lo pude creer cuando, un año después, un desconocido Chuck Weppner echó a la lona a mi ídolo y aguantó los 15 rounds a pie firme. Sólo el referí pudo echarlo, con el expediente de un nocaut técnico.



Como en esas épocas estaba aprendiendo a ser peruano, me emocionó la victoria moral de Weppner, pero como a la vez era un niño, me olvidé de él y seguí admirando a Ali, Frazier y luego a Durán y Sugar Ray Leonard.

Alguien que no se olvidó de Chuck Weppner fue un actor de trayectoria corta y poco distinguida llamado Sylvester Stallone quien, a pesar de no haber hecho nunca nada más que breves apariciones en series policiales y algunos roles secundarios, entró en una fiebre poética de la que sólo salió con el guión de una película en la mano.

El resto es historia. Pese a su supuesta admiración por los ganadores, los americanos adoran a los perdedores que se atreven a apuntar alto. Rocky, que se entrenaba corriendo en una zona industrial y golpeando reses colgadas en el frigorífico, era el perdedor perfecto para convertirse en el ícono de un país que había perdido la autoconfianza luego de Vietnam y Watergate.



Pero, como suele ocurrir con las personas inseguras y las superpotencias, quien no sabe perder tampoco sabe ganar. “Rocky” se convirtió en Rocky 2, 3, 4 y 5: el invencible, capaz de derrotar al gigante ruso y hacer flamear la bandera americana en una explosión de kitsch que sólo podía terminar transformando al proletario de los barrios pobres de Filadelfia en el mercenario “Rambo”, invadiendo países tropicales y exterminando ejércitos enteros en nombre de las barras y estrellas. “Rocky” era una película en la mejor tradición de las historias clásicas de boxeadores condenados a la derrota, como “El toro salvaje” o “La ley del silencio”; las secuelas, en cambio, fueron todas olvidables.

La carrera de Stallone quedó atada para siempre al Rocky del día siguiente, es decir, a la traición del perdedor y a su conversión en un millonario más. Stallone convirtió a Rocky en una broma de mal gusto o en un cajero automático, y él mismo, con su quijada fuerte su nariz rota se volvió una repetición pirata, una estatua huachafa en la explanada del museo de Filadelfia.

Debe ser por eso que cuando anunció, a los 60 años, que lanzaría una sexta y última versión de la historia de Rocky, la respuesta fue una carcajada universal. ¿Es que no le había bastado con el esperpento en el que había convertido a Rocky? ¿Es que no estaba (cómo ponerlo en una cultura eternamente adolescente) un poco viejo para el rol? ¿Cómo iba a hacer que la audiencia suspendiera el descreimiento y pusiera su confianza en la ficción?

La respuesta de Stallone, que aparece en boca de su personaje en “Rocky Balboa” fue muy simple: éste es quien soy. No vale la pena escapar o reinventarse. Un luchador es una persona que lucha. En la última película de la serie, uno tiene la impresión de que nunca existieron Rocky 2, 3, 4 y 5: Rocky sigue viviendo en el mismo barrio de Filadelfia, usa el mismo sombrero y tiene los mismos amigos. Es Rocky, el que alguna vez resistió 15 rounds contra Apollo Creed, no Sylvester Stallone el millonario.

La anécdota es banal; importa poco cómo así el viejo Rocky llega a pelear nuevamente con un campeón mundial, por qué sigue siendo pobre o dónde está su esposa Adrian. Lo que importa es el vocabulario poco sofisticado, el sombrero de fieltro, el fracaso permanente de Paulie, la ambición de llegar a todo pulmón al final de la larga escalinata, en una palabra, la autenticidad.



La noche que vi “Rocky Balboa” el público aplaudió y gritó como si estuviera al costado del ring. No lo hubiera hecho por Rocky VI, envuelto en la bandera americana y derrotando a algún malvado árabe; lo hizo por el vecino que corre en la madrugada, por el boxeador cuya única estrategia para ganar es tener la fuerza suficiente para aguantar los golpes.

Una de las hipótesis para explicar esta fascinación –adelantada por Time, creo- es que “Rocky Balboa” es un guiño a la generación de los “baby boomers” que ha cumplido 60 y -luego de ser hippie y yuppie- se prepara a redefinir el concepto de vejez. Basado en lo que vi en la sala de cine –gentes de todas las edades aplaudiendo- no lo creo. Me parece, más bien, que el triunfo de “Rocky Balboa” es la celebración del cotidiano heroísmo de caer y volverse a levantar, de ir a trabajar, de escuchar a los hijos, de caminar en las calles sucias de la realidad.

La última escena de “Rocky Balboa” presenta –precisamente- a esas gentes comunes y corrientes fusionándose con el personaje. La cámara, en las escalinatas del museo de Filadelfia, sigue a cientos de personas de todas las edades y clases mientras llegan a la cumbre y se entregan a la celebración de esa pequeña victoria moral, con los brazos en el aire, boxeando con su sombra, optimistas sin estridencia, héroes de nuestra diaria, sencilla historia.

martes, diciembre 19, 2006

Dos peliculas indispensables

Uno de los problemas de la rápida sucesión de tecnologías de la información que vive nuestra época es que, cada vez que un formato o soporte se hace obsoleto, se pierden millones de documentos, ignorados por los jovencísimos innovadores. ¿Quién tuvo la paciencia y previsión de pasar a su nueva computadora los files olvidados en viejos diskettes de 5 pulgadas? ¿Cuántas colecciones de vinilo se han perdido y cuántas grabaciones extraordinarias son inhallables en el formato de disco compacto? ¿Cuántas grabaciones en disco compacto –a su vez- serán ignoradas ahora que el formato principal de almacenamiento será el MP3?

Para los cinéfilos, el paso del VHS al DVD ha sido una hecatombe. ¿Quién puede explicar por qué las obras completas de Adam Sandler están disponibles por millones (sin contra piratería), en tanto que es un milagro encontrar que alguna casa se haya decidido a salvar del olvido una película con Peter Lorre? La racionalidad a pateaduras del mercado prioriza por supuesto el pase a la inmortalidad del cine chatarra y la supresión de aquéllos clásicos que no conquistaron el favor de la audiencia, lo que –de paso- pone en situación desventajosa al cine que no está en inglés, al que se dedica a temas políticamente inapropiados, las muy largas o muy cortas, etc.

Sorpresivamente, se acaban de salvar del olvido por formato viejo dos cintas extraordinarias: “1900” (Novecento) de Bernardo Bertolucci y “Reds” de Warren Beatty. “1900” aparece a casi 30 años de su estreno en 1977, en un impecable corte de más de 5 horas de duración, que supera la versión comercial de 4 horas que fue un éxito mayúsculo en Europa y Latinoamérica (y un fracaso espectacular en Estados Unidos). “Reds” que aparece exactamente a los 25 años de su estreno, aparece en una edición acompañada por entrevistas a Warren Beatty.

“1900” fracasó comercialmente pese a la fama de Bertolucci, que acababa de deslumbrar al mundo con “El último tango en París”, probablemente por la dificultad commercial que siempre ha acompañado a las películas épicas desde “Intolerancia”. Era tal vez demasiado pedir que triunfara comercialmente la historia de dos hombres nacidos en 1900, patrón uno, campesino el otro, que a través de su relación cuentan la historia de la Italia rural hasta 1945, incluyendo la modernización del agro, la emergencia del socialismo y el fascismo.



Y, sin embargo, “1900” es una de las películas más ambiciosas de Bertolucci, con una arquitectura narrativa compleja y exhuberante. La historia del "padrone" Alfredo Berlingheri (Robert De Niro) y el campesino Olmo Dalco (Gerard Depardieu) se cuenta en cuatro grandes momentos, a semejanza del trabajo agrario que sigue a las estaciones: en la primera parte, la niñez de los personajes transcurre en un verano dorado y perpetuo, entre los colores vivos de trigales y bosques; la juventud, en la que Alfredo demuestra su incapacidad de rebelarse frente a las expectativas de su clase y Olmo no tiene otra alternativa que rebelarse, ocurre en un otoño nublado y opaco. El ascenso del fascismo y los horrores cometidos por el “camisa negra” Attila Melanchini (Donald Sutherland) ocurren en un permanente invierno, donde el color ha desaparecido y –por último- la liberación y el juicio popular contra el "padrone" tienen lugar en primavera. De hecho, Bertolucci, filmó “1900” por un año entero para reflejar con la luz natural de las estaciones las diversas fases de la historia.

Como en cada película de Bertolucci, la cámara se detiene amorosa o admirativamente ante los rostros, en este caso, los rostros del gran actor colectivo que es el verdadero personaje central de la trama: el campesinado italiano, estoico, obstinado, heroico. La película refleja las multiples formas de resistencia al poder de los campesinos bajo un sistema patriarcal, su adopción de formas modernas de organización sindical, el permanente sabotaje al control fascista, y la riqueza de sus tradiciones.

La relación entre Alfredo y Olmo es una metáfora de la historia política de Italia hasta el fin de la guerra fría: la relación entre una democracia cristiana cínica, desencantada y en el poder y un comunismo activo, imaginativo y permanentemente excluído. Alfredo y Olmo pasan toda la película peleando físicamente, cayendo al suelo abrazados en algo que no se sabe si es lucha o amor, y en la última escena, Olmo lleva a Alfredo a empujones por el camino; algo así como la permanente política reactiva de la democracia cristiana frente a las iniciativas de lo que fuera el partido comunista más poderoso de Europa occidental.



“Reds” es una historia distinta, porque sigue la vieja receta americana de la historia “boy meets girl”, pero similar porque muestra una anécdota humana empequeñecida por las corrientes masivas de la guerra y la revolución. “Reds” es la historia de John Reed (Warren Beatty), el autor de “Diez días que estremecieron al mundo”, el celebrado reportaje de la Revolución de Octubre, y Louise Bryant (Diane Keaton), su compañera.

Donde “1900” presenta personajes y costumbres exóticas con la naturalidad del documental, “Reds” es una historia de extremistas, vanguardistas, seres raros que desafían a las convenciones del mundo en que viven en nombre de un ideal: la autonomía personal, los derechos laborales, la libre expresión. Acentúa el sentido de extrañeza el hecho de que Beatty interrumpe continuamente la narración para presentar testimonios de ancianos que conocieron a Reed y Bryant. Hay entre estos testigos antiguos luchadores sociales, antiguos diletantes, tradicionalistas y rebeldes; cantan los viejos himnos, cuentan anécdotas o se niegan a contarlas: imparten legitimidad a la historia y sitúan la experiencia de un héroe –su contemporáneo- eternamente joven por haber muerto de forma temprana.

“Reds” es una clásica historia de la revolución devorando a sus hijos y comenzando por los más ingenuos. A Reed, la admiración por la toma bolchevique del poder lo transforma de un radical de café en un apparatchik, pese a la decepción creciente de su compañera y de los intelectuales progresistas que alertan sobre la dictadura de un solo partido en que estaba convirtiendo la primera revolución socialista. Louise sigue siendo fiel a sí misma, a su identidad, a sus búsquedas creativas, a su sexualidad, en tanto que Reed se traiciona y se somete a la disciplina del grupo y a las exigencias mezquinas de la lucha interna. Su desesperado intento final de escapar llega muy tarde y debe conformarse con la agonía al lado de la mujer amada.

En “Reds” hay también un gran actor colectivo: la gran masa de trabajadores a quienes se les niega el poder en los Estados Unidos y que son capaces de tomárselo en Rusia. Pero en esta historia, los trabajadores son sólo el telón de fondo para Reed y Bryant, que no dejan los papeles centrales. Por último, como en “1900”, un tercer actor, a cargo de una historia marginal, amenaza con llevarse el rol principal: Jack Nicholson, que encarna a un Eugene O’Neill cínico en política pero romántico en su vida personal, un personaje rico y desconcertante.

Ambas películas son visualmente espectaculares, el legado de Vittorio Storaro que fue el director de fotografía de ambas y se llevó un Oscar a casa por su trabajo en “Reds”. La entrega en video no exime al mundo de la necesidad de hacer un reestreno en pantalla grande pronto.

Ambas películas parecerían reliquias, tráfico de la nostalgia de una era de idealismo y modernidad inimaginable en este nuevo siglo refeudalizado y teologizado. El comunismo, central en ambas historias, no existe como ideología estatal más que en un puñado de países y –aún en ellos- como superestructura política gravemente afectada por la deslegitimación. Italia ya no es el país polarizado anterior al fin de la guerra fría (ese raro honor le corresponde a Chile), no existen íconos del cambio social, faros de luz admirados por los radicals de todo el mundo (Chávez, a pesar de todas sus carantoñas no es un Fidel y mucho menos un Lenin). Y sin embargo, ambas películas son aplastantemente interpelantes: ¿cómo evitar una reflexión sobre la dimension política de lo privado al verlas? ¿cómo ignorar el poder –hoy lo vemos- movilizador de una causa transmitida directamente, sin medios masivos, a través de afiliaciones tradicionales entre los excluídos? E incluso en sus aspectos más “anticuados” y políticamente “inconvenientes”, ¿cómo atreverse a ignorar la existencia –la necesidad- de utopías capaces de estimular el compromiso práctico de millones de hombres y mujeres?