En Enero de 2002, acompañé brevemente a los forenses que condujeron la exhumación de ocho cuerpos en Chuschi, Ayacucho, como parte del trabajo de la Comisión de la Verdad y Reconciliación. Uno de los recuerdos más claros que tengo es el de un evento que ocurrió antes de –no durante—la exhumación.
Habíamos viajado por horas, desde Huamanga, siguiendo una carretera sinuosa y tercamente ascendiente cuando, apenas pasada un abra, uno de los miembros del equipo forense anunció que habíamos llegado a un buen lugar para hacer la ofrenda. “¿Qué ofrenda?” pregunté. “El pago que vamos a hacer para que el trabajo salga bien”, fue la respuesta.
Apartándonos un poco del camino, encontramos un pequeño prado donde nos sentamos en círculo y mascamos coca, mirando a los apus de la zona, a lo lejos. Al tiempo, uno de nuestros colegas abría un hoyo en la tierra mientras cantaba una letanía en quechua. Luego, en tanto todos observábamos, colocó cuidadosa, tiernamente, en el hoyo hojas de coca, caramelos, miel, aguardiente y el feto momificado de una llama. Cubrimos el lugar con tierra y pasto y, cumplido el pago, seguimos el camino hacia la que sería la primera exhumación de la Comisión de la Verdad.
La tierra, que en alguna parte de estas montañas, había acogido por casi veinte años los cuerpos de ocho campesinos asesinados por el Ejército Peruano, recibía así, antes de entregar los cuerpos, una ofrenda. En los años que han pasado desde esa primera exhumación, muchos otros cuerpos han sido devueltos por la tierra que los protegió, para que las familias ejerzan el derecho de llorar a sus muertos y para que el país se purifique.
Claudia Llosa ha optado en “La teta asustada” por contar una historia de entierros y florecimientos, de bultos que se ocultan en el vientre de la tierra o en el de una mujer, con la ilusión de proteger o la esperanza de florecer. Como lo hicieron durante los 80 Jaime Higa y Eduardo Tokeshi, o como lo hiciera Yuyachkani al poner en escena “Adiós Ayacucho”, Llosa explora la idea de los fardos mortuorios que no guardan precisamente podredumbre, sino la angustia y la inquietud de un vientre del que algo va a surgir.
Fausta (Magaly Solier) es, en la historia, una hija empeñada en cumplir con el mandato más básico de la piedad filial, que es dar sepultura digna a su madre. Fausta se niega a un entierro apurado en el patio de la casa, en una Lima en la que no reconoce más que un refugio. Anuncia a su familia que hará todo lo que sea necesario para llevar el cuerpo de la madre al pueblo y las mujeres de la familia la ayudan ungiendo el cadáver con óleos que han de preservarlo hasta que llegue el momento del regreso a su tierra (y a la tierra).
Pero el entierro del cadáver es una historia paralela a otro entierro: el que Fausta ha llevado a cabo en su propio cuerpo. Su madre, violada durante la guerra, le ha contado que una mujer en el pueblo decidió colocarse una papa en la vagina como protección contra la violación. “Asco daba” dice Fausta, y en razón de ese asco (no del obstáculo físico), la mujer se salvó de la violación para, después de la guerra, casarse y tener hijos. Fausta, que tiene miedo de todo y que no puede ir sola a ninguna parte, ha tomado la decisión de imitar a la mujer del pueblo y defiende su decisión en dos ocasiones: cuando un médico ofrece retirar el objeto y cuando Noé (Efraín Solís), el jardinero, que proviene de su misma región y habla su lenguaje, la critica oblicuamente diciendo que la papa es una planta común, que da flores comunes y esto rara vez.
En su empeño de conseguir algo de dinero para sepultar a su madre, Fausta vence su miedo y obtiene empleo trabajando en la casa de la señora Aída (Susi Sánchez), una encarnación moderna y femenina de Humberto Grieve, el blanco abusador que se aprovecha de Paco Yunque en el clásico cuento de Vallejo. La señora Aída es una artista que no puede crear; vive en una inmensa casa vacía, rodeada de una Lima que ha cambiado y que ya no le pertenece; está permanentemente deprimida y es incapaz de comunicarse con nadie, excepto para dar órdenes. De hecho, Fausta y su madre muerta tienen una relación más íntima que la señora Aída y su hijo.
Frente a la oferta de un intercambio justo, Fausta acepta alimentar con sus canciones a la artista. Para Fausta, las canciones no son una propiedad: son la forma que tiene de comunicarse con otros y consigo misma, como ocurre al inicio de la historia, durante la agonía de la madre. Por cierto, la intensa música de Selma Mutal merecería una reseña que no estoy en capacidad de ofrecer.
Para la señora Aída, una especie de pishtaco que vampiriza la música de Fausta, las canciones son un instrumento de prestigio, la única posibilidad de encontrar un respiro a su permanente depresión. Ella también tiene un entierro en su pasado: en una de las escenas más profundamente conmovedoras de la película, la señora Aída descubre en el jardín la muñeca de infancia. “Me dijeron que si la enterraba se iría a otro lugar y no volvería” dice, con amargura. “¡Mentirosos!” La ofrenda de la señora Aída no ha florecido, no ha propiciado una buena jornada. Su dueña ha vivido una vida marcada por el dominio sobre los otros, la adulación, el aislamiento del poder, pareciera que la tierra no quiere nada con ella y le devuelve el pago que hiciera cuando niña.
La tensión permanente en la historia –qué ocurrirá con el cadáver de la madre, podrá Fausta sacar de su vientre el bulto que simboliza su miedo- se resuelve en una confrontación entre Fausta y la señora Aída. Humillada porque Fausta le recuerda oblicuamente que ha presentado como propia una obra ajena, la señora rompe el trato y abandona a Fausta. Fausta, luego, al cabo de una escena terrible en la que siente miedo de ser violada por su tío (Marino Ballón) que sólo intenta demostrarle que aún en las peores circunstancias, ella quiere vivir, corre a la casa de la patrona y toma sin permiso las joyas que le habían sido prometidas a cambio de sus canciones.
Ese acto de justicia a mano propia, es desencadenado por el miedo y se lleva a cabo en el miedo. Pese a la foto amenazante del militar en el cuarto de la señora Aída, Fausta toma del suelo, una por una, las perlas prometidas y escapa. Sólo entonces, agotada, colapsa y le pide a Noé que la ayude “¡Sácalo, sácalo de mi cuerpo, por favor!”
Noé la lleva al hospital y el tío Lúcido la atiende, luego de la operación. Con las perlas de la señora, llevan el cuerpo de la madre al pueblo. Un bulto ha sido removido para que el vientre de Fausta quede libre de miedo; un bulto tiene que ser entregado al otro vientre, el de la tierra. En el camino, sin embargo, Fausta –que ahora es libre del miedo que la atenaceaba durante toda la historia—decide que la madre no tiene que ser enterrada en el pueblo, después de todo. En un acto que yo leo como una reconciliación con la costa y una reivindicación histórica, Fausta le confía el cuerpo de la madre a las arenas del desierto, frente al mar. Tal vez, en esa aridez, el cuerpo ayude a que algo germine, del mismo modo que sobre el cascarón de la Lima señorial ha florecido una ciudad chola, kitsch e insolentemente feliz. Del mismo modo que, en la última escena, las papas que deja Noé en la puerta de Fausta han dado una bella flor amarilla.
Llosa cuenta su historia combinando estilos y narrativas que hubieran aplastado a otro director con menos capacidad de motivar a sus actores y de mantener una visión consistente. La historia de Fausta es contada en permanente contrapunto a la historia de la Lima chola, que se construye con ingenio y con exceso, sin más transición entre uno y otro registro que símbolos como una larga escalera que comunica la parta baja y la parte alta de un cerro. El estilo cholo que algunos críticos criollos han considerado degradante o condescendiente (delatando de este modo su propia condescendencia) es, en realidad, una explosión creativa de optimismo contra toda demostración en contrario, en el que se advierte una dirección de arte en la que Susana Torres abraza el kitsch sin ironía.
Encuentro extraordinaria también la capacidad de Llosa de crear una historia tan intensa y activa a través de planos generales en los que la cámara escasamente se mueve. Ya sea que el personaje es Lima, el rostro de Fausta, o las manos de Noé, la puesta en escena parece más propia del teatro que del cine. Pero en esto, como en su simbolismo fértil, Llosa muestra ecos de Buñuel y de Jane Campion. Por momentos, es un simbolismo que asalta al espectador y vence cualquier capacidad de desciframiento: Fausta lleva una cucarda florecida en la boca, mientras espera a Noé, una nave intenta cruzar un túnel, un piano destrozado arde en el jardín de la casa, una posible tumba se convierte en una piscina. Es una opción que, sorprendentemente, no convierte “La teta asustada” en una película barroca o sobrecargada como lo fue, por momentos, “Madeinusa” y en la que se aprecia una dirección diestra.
Durante el estreno de la película en Nueva York, Llosa dijo que el trabajo de la Comisión de la Verdad y Reconciliación había sido un referente para su historia, del mismo modo que el trabajo etnográfico de Kimberly Theidon, a quien debe el hallazgo del síndrome de la “teta asustada”. La historia que nos cuenta, entonces, interviene en la actual batalla de la memoria que se libra en el Perú: toma partido por quienes optan por enfrentar el bulto, el fardo inquietante que tenemos en casa y del que no algunos no quieren hablar. Del mismo modo que hace siete años asistí a un entierro propiciatorio y a una exhumación, he sentido al ver “La teta asustada” que asistía a un pago propiciatorio que nos ha de ayudar en el enorme ejercicio de develamiento al que los peruanos estamos llamados.